En el Perú, la principal actividad extractiva es la minería. Sin embargo, conocer su impacto, más allá de su contribución en las cifras agregadas de la economía, requiere un análisis del espacio territorial y humano en donde se desarrollan estas actividades. El presente artículo busca presentar una “radiografía” del estado del sector minero en el Perú respecto a las dinámicas directas e indirectas de esta actividad en el desarrollo local y nacional, los desenlaces sociales y las políticas institucionales pendientes.
En el Perú, la actividad extractiva minera se desarrolla básicamente en zonas rurales pobres. Así, por el lado territorial, la empresa minera entra en competencia con las poblaciones locales por el control de recursos naturales tales como el uso del suelo y de recursos hídricos, indispensables para la producción minera pero también para la supervivencia de las comunidades. Esta disputa se agrava, en efecto, por el factor pobreza, pues condiciona la propia supervivencia de estas poblaciones. De hecho, las familias rurales en el Perú dependen intensivamente de estos bienes naturales: practican la agricultura familiar y utilizan el agua de los manantiales y ríos para su consumo directo, entre otros.
En este contexto de minería y pobreza se producen generalmente conflictos sociales. Así, en una muestra de 114 distritos en los cuales se había producido conflictos con la minería, el 38.6% de distritos tenían más de 75% de personas en situación de pobreza y el 40.4% de distritos tenían entre 50-75% de pobres (Castro 2013: 66). Este dato corrobora el estado de vulnerabilidad de esta población.
Este ejemplo plantea una serie de preguntas en términos de los impactos de la minería. Algunos de estos efectos son positivos y otros son negativos. Específicamente, en el caso de los impactos indirectos, a estos se les conoce como externalidades negativas o positivas, según cómo afectan el comportamiento y calidad de vida sobre otros actores no vinculados con esa actividad productiva.
Lo positivo puesto en debate
Para los conductores de la política económica nacional, el aporte macroeconómico de la minería es satisfactorio. Principalmente, genera un flujo de divisas (dólares americanos) importante que mantiene un tipo de cambio estable y tuvo durante la etapa del súper ciclo de precios altos de los minerales un aporte tributario significativo.
Una de las críticas a esta evaluación macro, promovida permanentemente por el gobierno nacional, las empresas y un sector de la prensa, es que no cuantifica económicamente los costos sociales y ambientales de la actividad minera. De hecho, existen pocos intentos del Estado por realizar estos cálculos.
En cuanto al flujo de divisas, las exportaciones peruanas están conformadas en un 55.3% por minerales (marzo 2015), situación que posiblemente no se altere en los próximos años. Ello le permite al Banco Central de Reserva contar con los dólares suficientes para manejar la política cambiaria.
En el plano tributario, sin embargo, el aporte de la minería ha sido estacional. Como se observa en el gráfico 1, antes del inicio del inicio del súper ciclo de precios altos de los minerales, es decir, previo al 2003, el aporte tributario de la minería era de 3,6% en promedio (1998-2002) respecto al total recaudado por el gobierno peruano. Durante el período de precios altos entre 2003 y 2014 llega al 13,7% en promedio del total recaudado. Y a marzo del 2015, con los precios a la baja, no supera el 6,3%.
El aporte tributario de la minería tiene relevancia entonces sólo durante los ciclos de precios altos, luego de ello, es bastante bajo respecto al total recaudado. Durante los períodos de bonanza fiscal este aporte minero se vuelve una externalidad positiva para el país en la medida que estos recursos sean utilizados eficientemente para financiar obras de infraestructura, programas sociales o proyectos productivos tanto desde el gobierno nacional como de los gobiernos locales. Sin embargo, la evidencia muestra que el gasto fiscal en el Perú no ha sido eficiente: por un lado, existen regiones con un importante aporte de la minería que no han logrado reducir sustantivamente los niveles de pobreza (tales como Cajamarca, Pasco o Huancavelica) y, por otro, tanto a nivel nacional como local no existe un sistema de planificación del desarrollo que permita enfocar estratégicamente los recursos en épocas de bonanza fiscal.
Uno de los temas de discusión actual en el Perú, luego de la caída de los precios internacionales, es la necesidad de promover desde el Estado una diversificación productiva. De hecho, este debería ser un objetivo central cuando precisamente se producen ciclos con abundancia de recursos fiscales a partir de una sola actividad en particular (sea minería, hidrocarburos u otros). La principal razón es la volatilidad de la recaudación asociada al aparato productivo minero, debido a que la rentabilidad de la minería y, por ende, los impuestos que aporta, está expuesta al ciclo económico mundial y episodios de crisis externas (como la crisis financiera del 2009). Esta fluctuación hace difícil planificar el desarrollo local de manera sostenible. De hecho, entre el 2012 y el 2014 luego del boom de precios altos regiones como Ancash, Arequipa, Cajamarca o Cusco (con importante participación minera) recibieron menores recursos provenientes de la minería en -26.3%, -44.2%, -32.4% y -61.9%, respectivamente.
Existen otros sectores económicos en Perú, aunque políticamente más débiles, a los que se les debería prestar mayor atención debido a que su parte tributario ha tenido un crecimiento permanente (ver gráfico 2). Así, en el 2014 la estructura de recaudación por sectores económicos tuvo a los siguientes protagonistas: otros servicios (45.1%), manufactura (15.9%), comercio (15.2%), Minería (9.2%) y Construcción (7.7%). En la práctica, el gobierno peruano busca actualmente acentuar la dependencia fiscal frente al recurso minero, promoviendo proyectos, incluso, que no cuentan con la licencia social.
Otro beneficio de la minería, aunque de manera más marginal, es la creación de empleo. A marzo del 2015, en el Perú la minería empleaba directamente a 192 mil personas. Este número, sin embargo, comparado con el total de la población económica activa (PEA) es bastante bajo. En total la PEA ocupada en Perú llega a casi 16 millones de personas, es decir, la minería sólo da trabajo al 1.2% de total de trabajadores del país. Por su parte, en las cuatro regiones con mayor empleo directo de la minería, Arequipa, Junín, La Libertad y Apurimac, éste sólo llega a 5.3%, 2.7%, 1.9% y 7.0% de la PEA.
Si bien se trata de porcentajes bajos, el gremio empresarial minero afirma que su verdadero aporte va por el lado del empleo indirecto como una externalidad positiva del sector. Al respecto, no existen datos agregados consistentes, sin embargo, sí es posible identificar algunas características del empleo minero indirecto en casos concretos. Así, la evidencia muestra que durante la etapa de construcción de la mina es cuando se contrata el mayor número de empleados directos y se produce el mayor impacto en actividades económicas indirectas. Ejemplo de ello es el proyecto minero Las Bambas, cuya inversión es la más grande en la historia del Perú, en donde se habrían reducido de 18,000 a sólo 3,000 el número de empleados (aquellos con mayor calificación) al finalizar la etapa de construcción (hacia mediados del 2015).
Igualmente, la mayoría de servicios locales como hospedajes, restaurantes, lavanderías y transporte locales ya no van a ser usados debido a esta reducción de personal. Este crecimiento y caída abrupta de la dinámica económica local ha traído como consecuencia protestas sociales -como la ocurrida en octubre 2015- y denota la poca planificación territorial y económica alrededor de una inversión de este tipo. Así, de los 20 años de vida útil de la mina, más los 4 previos para su construcción, podemos afirmar que sólo el 16,6% de todo ese tiempo se produce una activación significativa directa e indirecta de la economía local. Por último, esta irrupción brusca de la gran minería en un distrito rural genera alteraciones importantes en la herencia y patrones culturales de las comunidades, hecho que no debe pasar desapercibo al momento de hacer una evaluación integral de los efectos del proyecto.
Lo negativo
Además de los elementos ya planteados en la sección anterior, la minería genera externalidades negativas en diversos ámbitos tales como la contaminación del ambiente y la afectación de la salud de personas y animales. En el Perú no existe un cálculo agregado sobre los costos que genera la contaminación minera en el país, y como ya se mencionó, un cálculo objetivo de los aportes macroeconómicos de PBI o recaudación minera no debería darse sin antes restar estos costos.
Sin embargo, existen algunos indicadores que nos permiten identificar la magnitud de su impacto negativo en el país. Una de ellos es la identificación de pasivos ambientales dejados por operaciones mineras en el país. Según la legislación peruana (Ley 28271) se entiende por pasivos ambientales aquellas instalaciones, efluentes, emisiones, restos o depósitos de residuos mineros abandonados o inactivos que constituyen un riesgo para la salud. Así en los últimos años se viene construyendo un inventario de pasivos ambientales mineros que al 2014 sumaban 8,571, ubicados en 48 cuencas hidrográficas1. Según el Ministerio de Energía y Minas se requiere alrededor de US$ 500 millones de dólares americanos para remediar el daño ambiental que ocasionan estos pasivos.
Esta estimación, no obstante, podría quedar corta. Herrera y Millones (2011) hicieron un cálculo del costo económico de la contaminación de recursos hídricos de 28 y 37 unidades mineras en operación para los años 2008 y 2009, de esta forma, según sus estimaciones estos costos ascenderían a US$814.7 millones el 2008 y a US$448.8 millones el 2009. De hecho, el agua es un recurso utilizado de manera intensiva por la industria minera a lo largo de su proceso productivo y es combinada con reactivos químicos para separar el metal de la roca y así obtener el mineral con valor comercial. Considerando a las diversas fuentes, los costos ambientales de la degradación ambiental en el Perú ascienden a 3.9% del PBI, según estimaciones del Banco Mundial el 2007. Así, en ese año estos costos ascendieron a US$4,259 millones.
En el plano de la salud de las personas afectadas por operaciones mineras, tampoco existe una valorización de los costos que ello implica. Al respecto, lo que sí se observa, como un dato cualitativo, son escenarios de reclamos de las poblaciones. De hecho, la afectación de la salud por la actividad minera es una de las externalidades menos atendidas por el Estado peruano en términos de prevención y atención efectiva. Actualmente, uno de los casos más emblemáticos es el de la población de Espinar en donde opera una mina de Glencore-Xstrata. Ahí a 180 personas que participaron en las muestras de monitoreo del Ministerio de Salud se les encontró metales pesados como cadmio, arsénico, mercurio, plomo y talio, sin que el Estado peruano proceda a atenderlos. Ante ello la población local está planteando de manera judicial desde el 2015 una Acción de Cumplimiento al Estado para que aplique un plan de atención integral para la salud de estas personas.
El estado institucional y los desenlaces sociales
Existe así una doble condición para este tipo de externalidades negativas, por un lado, el propio comportamiento de las empresas, y por otro, la debilidad institucional de los entes reguladores o fiscalizadores del gobierno peruano.
En el plano institucional, después de un proceso de liberalización económica en los 90s, y constitución progresiva de algunos entes reguladores (como la creación a finales de la década del 2000 del Ministerio del Ambiente), actualmente, la regulación o fiscalización por parte del gobierno ha pasado nuevamente a un segundo plano. El objetivo es combatir la desaceleración de la economía. De hecho, este comportamiento también se observa en entidades internacionales como el FMI o el Banco Mundial, las cuales buscan reducir los estándares sociales y ambientales de las salvaguardas de los proyectos que financian.
En el Perú, se empieza a debilitar la institucionalidad ambiental en un proceso que se inicia el 2013 y continúa hasta la actualidad. El caso más sonado fue en el 2014 con la aprobación de la Ley 30230 conocida como el “paquetazo ambiental”. Una de las medidas más cuestionables fue el debilitamiento de la Oficina de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA)1, un hecho grave considerando las prácticas reincidentes de empresas mineras en cuanto a infracciones (ver cuadro siguiente).
Esta debilidad institucional entra en confrontación con la vulneración de derechos sociales, económicos, culturales y ambientales ante la expansión de las actividades extractivas. Al respecto, la Defensoría del Pueblo ha identificado alrededor de 215 conflictos en promedio mes a mes durante los últimos cuatro años, de los cuales el 67% son conflictos socioambientales y de estos dos terceras partes están asociadas a la minería. A esto se suma una abierta política del Estado peruano de criminalizar la protesta con un saldo, entre agosto 2011 y mayo 2015, de 33 muertos y 1060 heridos por conflictos socioambientales.
Dejando de lado reformas institucionales, el Estado peruano ha optado más bien por una estrategia mixta de, por un lado, judicializar o encarcelar a diversos actores locales que forman parte de la protesta, y por otro, promover inversiones de infraestructura pública en zonas rurales en donde operará la mina de tal forma de saciar las expectativas de desarrollo de las poblaciones locales. Las empresas mineras, por su parte, han apostado por un aporte social a las poblaciones de sus zonas de influencia directa, pero que durante siete años sólo equivalió a US$1,702 millones o sólo el 0.83% comparado con el presupuesto público peruano1 (sin que se haya comprobado una mayor calidad en relación a la inversión pública2). En último efecto, quedan como reformas pendientes las políticas públicas de fiscalización y remediación ambiental, de atención a la salud de las personas, la diversificación fiscal y productiva y la planificación del propio desarrollo para contrarrestar las las externalidades negativas antes descritas.