En las salidas a los conos, en el Centro Histórico, Lima se asfixia entre los gases de las combis, el aire contaminado, el olor de las calles orinadas por el submundo que la desigualdad va creando.
El Cusco agoniza víctima de los angurrientos que hacen hollar sus venerables piedras por millones de pies. El Valle Sagrado es víctima de la desordenada urbanización de los millonarios.
El Callejón de Huaylas ya casi no existe por la multiplicación de caseríos sin desagüe. La blanca ciudad arequipeña enferma con el hollín de la chatarra rodante. La verde Cajamarca ya fue, víctima de su mina de oro. Tarapoto e Iquitos no duermen con el rugido incesante de los mototaxis.
Los cerros de Caracas ya no tienen remedio con sus amontonamientos de casuchas. Santiago de Chile y México DF son puro plomo en suspensión. El Alto se come a La Paz. Bogotá ya no tiene adónde extenderse. Buenos Aires se deteriora, envejece.
Los que pueden, se aíslan, gozan su plata rodeados de rejas y guardias privados.
Por todas partes surge una Latinoamérica asfixiante, donde la ley del más fuerte y criminal impera. Las mafias mandan en México, El Salvador, Guatemala, parte de Colombia, parte del Perú, en las favelas, los palacios y las villas miseria. Reemplazan a Estados minusválidos cobrando cupos. Infiltran policías, municipios, ejércitos y parlamentos. El orden, la limpieza y el respeto por el otro, privilegios de minorías, parecen un ideal imposible que las muchedumbres caóticas ignoran o desprecian.