Descolonizar! Conceptos, desafíos y horizontes políticos

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El eurocentrismo, o el mito de la modernidad capitalista como horizonte único

, por LEÓN Sebastián

I

Hay una serie de malentendidos sobre la categoría de “eurocentrismo”. No me refiero únicamente a los que se han dado en la academia, sino fundamentalmente a los que se dan en los espacios del activismo y la militancia política. Justamente, a menudo se piensa en algunos de estos espacios que la crítica al eurocentrismo es una moda de la academia neoliberal, exportada al activismo desde corrientes teóricas “posmarxistas” y “posmodernas”, como podrían serlo los estudios poscoloniales. Se le suele pensar como una variante de la política identitaria, enfocada exclusivamente en la dimensión de lo cultural, y que tendría por aspiración la reivindicación de cierta identidad o identidades históricamente menospreciadas o excluidas dentro del marco sociopolítico existente (en este caso, las identidades “no-occidentales”, de los pueblos y naciones de África, Asia y América Latina). Así entendida la crítica del eurocentrismo, el crítico del eurocentrismo parece ser alguien que no está preocupado tanto por problemáticas “materiales” como la lucha de clases o la abolición del orden social capitalista como por la consideración de la diferencia cultural “específica” de los pueblos no-occidentales: el abrirse a perspectivas “otras” sobre el conjunto de la realidad social y cultural, que puedan ver más allá de la “racionalidad occidental” y sus pretensiones de universalidad y objetividad, que tomen en cuenta los valores y saberes tradicionales de estos grupos, etc. Ceñidos a este punto de vista, la crítica del eurocentrismo puede verse como una postura puramente cosmética y sentimental, que no busca más que un cambio en la valoración hacia las particularidades no-occidentales para generar una falsa sensación de inclusión entre los grupos marginados (a), como una forma de irracionalismo romántico que pretende socavar el ideal de la ciencia al desdibujar las fronteras entre los hechos objetivos y las creencias subjetivas, dificultando el conocimiento de la realidad social y su crítica efectiva, al tiempo que rechaza todo proyecto u horizonte político común a la humanidad en nombre de su exaltación de las particularidades étnicas y culturales (b), o, directamente, como una forma de ideología que mantiene la crítica en el nivel “superficial” del discurso (alejándola de los “problemas reales” del sistema capitalista) y cuyo énfasis en la diferencia cultural tiene el doble beneficio de generar réditos entre los académicos y empresarios que patrocinan (en realidad, mercantilizan) estas especificidades culturales y de acentuar las diferencias entre los trabajadores del mundo para mantenerlos divididos (c). Además, hay quienes han acusado a la crítica del eurocentrismo de contribuir a la orientalización de los pueblos no-occidentales, justificando la imagen que se tiene de ellos como irracionales, tribalistas y tradicionalistas (es decir, como “atrasados” o “premodernos”), siendo ella misma, paradójicamente, eurocéntrica.

Es entendible que esta comprensión del eurocentrismo y su crítica hayan generado suspicacia y rechazo entre ciertos grupos dentro de la izquierda, sobre todo entre aquellos que valoran ciertas “herencias” de la Ilustración europea, como los ideales de racionalidad, autonomía, democracia y universalidad, y aquellos que buscan abrazar una perspectiva materialista, enfocada en la organización social de la producción y en la lucha de las clases productoras por intereses materiales “concretos” (y no “meramente simbólicos” o “culturales”). Sin embargo, considero que esta forma de abordar la crítica del eurocentrismo desde un horizonte identitario, puramente discursivo o “cultural”, se restringe a una cierta deformación de dicha crítica, a la que ha contribuido, por supuesto, su banalización en ciertos espacios académicos y ciertos discursos políticos de sesgo liberal. Pienso que esta deformación no deslegitima a la crítica del eurocentrismo ni le quita su urgencia y legitimidad; de hecho, sabemos que es una constante histórica en el capitalismo la “captura” de discursos y causas progresistas por parte de su maquinaria ideológica, buscando depurarlos de su filo radical, domesticándolos para hacerlos inofensivos (cuando no directamente útiles) al orden social capitalista. Por ejemplo, en los últimos años también se ha buscado desvirtuar las luchas feminista y antirracista circunscribiéndolas a la dimensión de las reivindicaciones identitarias “puramente simbólicas”, buscando crear la ilusión de que la democracia liberal es capaz de satisfacer todas sus demandas y de que puede haber algo así como un capitalismo progresista, igualitario e inclusivo. Estas perspectivas culturalistas ignorarían, por ejemplo, en qué medida el capitalismo necesita para su reproducción de la sobreexplotación de las mujeres en el espacio doméstico, o cómo la racialización de ciertos grupos se imbrica con la organización real de la división social del trabajo. Asimismo, quienes creen oponerse al culturalismo identitario contraponiendo a las luchas de las mujeres y los grupos racializados las dimensiones de la economía y la clase en tanto ámbitos “puramente materiales”, y posicionando la cuestión de la clase obrera como el problema “fundamental” o “verdadero”, terminarían sucumbiendo inadvertidamente a la misma lógica abstracta del liberalismo, asumiendo acríticamente la separación entre “lo cultural” y “lo económico” y dando lugar a una suerte de identitarianismo obrero que reduce la problemática del proletariado y la lucha de clases al ámbito de “lo puramente económico”, el reformismo y la mera reivindicación laboral. Lenin ya había denunciado esta miopía obrerista a inicios del siglo XX cuando criticaba el economismo “tradeunionista”; su crítica denunciaba cómo al restringirse exclusivamente a lo económico, el economismo renunciaba a una mirada compleja de la lucha de clases, en la que la posición del proletariado necesariamente se imbricaba con una amplitud de clases, sectores y grupos sociales, cuyas situaciones y luchas concretas necesariamente daban una configuración determinada al espacio social, y sin cuya adecuada comprensión no se podía entender ni el capitalismo y la lucha de clases en general ni la posición de los trabajadores en particular. Sabemos que en aquel entonces la posición tradeunionista de la socialdemocracia europea hizo difícil para muchos comprender la importancia de la solidaridad entre los obreros europeos y los pueblos colonizados que luchaban por su liberación, llegando al punto de que líderes e intelectuales de la socialdemocracia justificaron la colonización como un arreglo mutuamente beneficioso para los obreros de Europa (que mejorarían sus condiciones de vida) y los pueblos colonizados (que así podrían “modernizarse” y “salir del atraso”). Lenin, por contraste, comprendía que la liberación nacional de las colonias sería un golpe devastador para los capitalistas que se beneficiaban de la sobreexplotación de los pueblos colonizados, lo que necesariamente fortalecería al conjunto del movimiento obrero; por tal razón, la lucha de las colonias por la liberación nacional adquiría un carácter revolucionario y se convertía en una consigna para la lucha por la abolición del capitalismo y la emancipación del género humano.

Pienso que precisamente en esto radica la importancia de la crítica del eurocentrismo: en la manera en puede echar luces sobre la complejidad de la lucha de clases en el conjunto del sistema capitalista y permite comprenderlo de una manera más completa, contribuyendo de esa manera a la lucha de todos aquellas clases y grupos que son oprimidos, explotados y humillados.

« El Sur es nuestro Norte »

II

Entonces, ¿qué es el eurocentrismo? ¿Es una mera suma de prejuicios y equivocaciones basadas en la ignorancia de los europeos respecto a los demás pueblos del mundo (un mero “provincialismo”)? ¿Es una teoría social, con una medida de coherencia interna y orientada a explicar una serie de problemáticas específicas? ¿O es una suerte de mal o patología inherente a la cultura y la racionalidad europeas? Aquí proponemos que no se trata de ninguna de las tres cosas. Más bien, con Samir Amin, consideramos que el eurocentrismo es una deformación sistemática de la mayoría de ideologías y teorías surgidas en el horizonte histórico del capitalismo, que opera a la manera de un paradigma hegemónico. Por tal razón, funciona de manera espontánea, apareciendo tanto en la dimensión del sentido común y el prejuicio trivial como en los ámbitos de los medios de comunicación y del saber erudito de los especialistas y científicos sociales. [1] Asimismo, tiene una historia concreta, que no se remite mucho más atrás del siglo XV. [2] Todo esto contribuye, intencionalmente o no, a la legitimación de este orden social.

Irónicamente, no es la crítica del eurocentrismo la que incurre por necesidad en un culturalismo; este es, por el contrario, el caso del eurocentrismo, en tanto que “supone la existencia de invariantes culturales que dan forma a los trayectos históricos de los diferentes pueblos [occidentales y no occidentales], irreductibles entre sí”. [3] Pero, ¿cuáles son estas “invariantes culturales” (rasgos específicos considerados “esenciales”: intrínsecos, eternos y ahistóricos) que presupone el eurocentrismo? Y, ¿cuáles son los trayectos históricos a los que da forma y en qué sentido serían irreductibles? Podríamos comenzar a explicarlo señalando que el eurocentrismo postula un dualismo entre Europa y el resto de los pueblos del mundo, donde Europa encarna el progreso de la humanidad y el resto del mundo encarna el atraso. Esta distinción implica una cierta comprensión progresiva de la historia y su desarrollo, en la que esta se mueve por etapas en una trayectoria lineal necesaria que va del atraso hacia el desarrollo, encarnando la Europa moderna y capitalista la forma más avanzada de este último. [4] Este desarrollo de Europa se debería a características específicas de la cultura europea, una suerte de milagro que, se considera, no hubiera podido ocurrir en ningún otro horizonte cultural del mundo. Se trataría del triunfo de la razón, encarnado en el avance de la ciencia y la técnica, por sobre el oscurantismo y el dogmatismo que caracterizan a las “formas de vida tradicionales” o “premodernas” (el mundo no-europeo). Si solo Europa puede dar este salto cualitativo hacia la Ilustración, que libera las fuerzas de la producción, separando lo económico de lo político y la política de la sociedad civil (dando lugar a la economía capitalista y a la democracia liberal), esto se explicaría por sus orígenes particulares, por su herencia específicamente griega y cristiana que le distingue de lo bárbaro y le ata indesligablemente a la valoración de la razón y la libertad del sujeto. Esta narrativa eurocéntrica tiene diversas variantes, enfatizándose o rechazándose en distintos momentos y según convenga la herencia filosófica racionalista (cuya expresión definitiva es la del Siglo de las Luces) o las raíces cristianas, en un péndulo que va del materialismo mecanicista (que liga el progreso a la razón instrumental) al idealismo providencialista (que lo liga a Dios o la providencia). En cualquier caso, Europa, transfigurada en la protagonista de la historia universal, queda separada quirúrgicamente de la historia de los “otros”, los pueblos no-occidentales, que no tienen más opción que imitar la trayectoria europea (si cabe) o quedar condenados al atraso y la barbarie.

Amin y otros [5] coinciden en que detrás de esta narrativa está la construcción de un mito, que podríamos llamar indistintamente el mito de Europa o de la modernidad. Se trata, en cualquier caso, de la construcción de una Europa mitológica, desligada de los vasos comunicantes que atan indesligablemente su historia real a la del resto del mundo, y de aquellos procesos sociales violentos, contradictorios y conflictivos que caracterizan a la historia mundial. Mediante este gesto quedan oscurecidas las condiciones específicas de la producción capitalista (quedando desplazados el conflicto social y la explotación por el discurso del progreso ahistórico de la razón instrumental/providencial), distorsionada la comprensión de los orígenes históricos del capitalismo (exacerbando las respectivas especificidades culturales de Europa y su contraparte “no-occidental”, creando la idea de un origen puramente europeo de la modernidad) y desconocida la relación necesaria que existe entre los centros desarrollados del capitalismo y sus periferias atrasadas (negando el carácter mundial e interconectado del sistema capitalista, persistiendo en atribuir las desigualdades entre las naciones a causas puramente internas, reafirmando en el proceso los prejuicios sobre las especificidades culturales transhistóricas que caracterizarían a los distintos pueblos del planeta). [6]

III

La realidad histórica es que lo que hoy llamamos Europa y su supuesta centralidad en la historia universal tienen una historia relativamente reciente. Como dijimos antes, no va más allá del siglo XV, con el Renacimiento. En realidad, la Europa pre-renacentista ocupa un lugar periférico respecto al mundo islámico, mucho más desarrollado desde los puntos de vista económico y político y que ejerció sobre ella una influencia sociocultural casi tan profunda como la que hoy Europa ejerce sobre el resto del mundo. El mito del ancestro griego y de la Grecia antigua como origen de Occidente se desploma cuando se tiene en cuenta que los griegos no solo reconocían su inmensa deuda cultural con civilizaciones “orientales” como Fenicia, Mesopotamia, Persia y Egipto, sino que se entendían a sí mismos como perteneciendo a un horizonte mediterráneo en el que las divisiones modernas entre “Occidente” y “Oriente” no tenían cabida. [7] Esto sin mencionar que el mundo islámico, que tuvo un rol preponderante en la difusión de la cultura helénica entre los pueblos europeos, es tan heredero de Grecia como el occidente cristiano. [8] Y en lo que al cristianismo respecta, basta reconocer los orígenes asiáticos del mismo, y cómo la cristianización de Europa es un episodio relativamente tardío en la propagación de dicha religión. De hecho, un análisis histórico consecuente muestra que los elementos del cristianismo que suelen destacarse en el relato eurocéntrico (como el universalismo o la preponderancia del ser humano frente a la creación) son igual de centrales en otras religiones, como el Islam o el budismo. [9] Digamos que no hay razones históricas para pensar que las condiciones sociales específicas que dieron lugar al capitalismo y la modernidad solo hubieran podido darse en Europa. Pensemos, entonces, en esas condiciones.

Quijano, Wallerstein y otros consideran que si hubo un acontecimiento fundacional de la modernidad, este fue la conquista de América, [10] que habría sido gatillado por la necesidad de las monarquías europeas de romper con la hegemonía islámica. [11] Solo el sometimiento de las poblaciones indígenas y la destrucción de sus civilizaciones hizo posible el afianzamiento de los Estados nación europeos y la subsecuente interconexión de las regiones del mundo en un mercado global. Estos orígenes violentos de la hegemonía global europea llevarían a Enrique Dussel a afirmar que la génesis de la subjetividad moderna no es el ego cogito (“yo pienso”) cartesiano (el individuo desapasionado que es capaz de separarse a sí mismo y sus creencias subjetivas de los objetos del mundo y sus propiedades, y que mediante el conocimiento de estos últimos puede ejercer un control eficiente sobre la realidad) sino el ego conquiro (“yo conquisto”), el individuo rapaz que se apropia violentamente de lo que mediante su arbitrio reclama como suyo, nacido en los fuegos de la reconquista ibérica y llevado hasta sus últimas y sangrientas consecuencias durante la conquista de América. [12]

Como explica Amin, el ideal del universalismo, presente en tantas de las religiones y filosofías de la historia de la humanidad, da por primera vez un paso hacia su realización concreta mediante el surgimiento de la economía mundial capitalista, que encarna la promesa de una humanidad y una historia unificadas. [13] Y sin embargo, esta promesa es traicionada desde el principio, puesto que la lógica misma de la naciente economía capitalista (las condiciones necesarias de su reproducción) presupone la desigualdad. El sistema capitalista, que aún hoy es confundido con la producción industrial y el trabajo asalariado, implica más bien una división internacional del trabajo, en la que las distintas regiones del mundo producen con miras al lucro en un mercado global. Esta división internacional del trabajo surge en el siglo XV, y presupone no solamente la desigualdad entre propietarios y productores que se da en el seno de cada nación, sino también la desigualdad entre naciones, convirtiéndose las regiones del mundo conquistadas por las potencias europeas en periferias abocadas a la producción de materias primas mediante sistemas de sobreexplotación, conviviendo el capitalismo en dichas regiones con formas opresivas de trabajo esclavo y servil. [14] El surgimiento de Estados nacionales altamente burocratizados, abocados a la administración de la economía y las poblaciones, la homogenización de la lengua y la cultura bajo una forma nacional y la formación de ejércitos profesionales, daría una ventaja a las distintas potencias europeas en pugna a la hora distorsionar el mercado internacional en favor de sus respectivas clases capitalistas. Para cuando Inglaterra emerge entre los siglos XVII y XVIII como la gran potencia europea, la periferia colonial ha quedado degradada a un vasto repositorio de tierras, recursos naturales y mano de obra sobreexplotada; la dominación de las poblaciones nativas, cuyas formas de organización política y socioeconómica fueron destruidas por los conquistadores (así como la de lxs africanxs arrancadxs de sus hogares y esclavizadxs) es justificada por su “no-europeidad”, por su inferioridad cultural (y, eventualmente, con la aparición del racismo científico, biológica). Vemos, pues, que el “milagro europeo” y el “triunfo de la razón” presuponen desde el inicio una relación particularmente violenta con el mundo no-europeo.

Asimismo, la “inferioridad” de la periferia colonial (su “atraso”) se evidencia, paradójicamente, como un modo peculiar de desarrollo moderno. Donde el centro del capitalismo cosecha los beneficios de la moderna división internacional del trabajo, en América Latina, y eventualmente en Asia y África, se cosecha el subdesarrollo como una suerte de desarrollo degenerado, condicionado siempre a los intereses políticos y económicos de las potencias occidentales. [15] Esto se garantiza en un primer momento, durante el período colonial, mediante el sometimiento político abierto, y más adelante, después de la emancipación política de los países periféricos, mediante su dependencia económica, que fuerza a sus Estados a aceptar condiciones de desarrollo favorables a los países del centro si quieren obtener los capitales (la infraestructura y la capacidad científica y técnica) que necesitan para “modernizarse” y ascender en la jerarquía mundial. Así, sobre estas condiciones de fondo, el occidente “desarrollado” se permite enarbolar la economía de mercado capitalista y la democracia liberal como el único camino hacia el progreso; los pueblos que no se conforman con este arreglo solo confirman su barbarie. El universalismo europeo se revela como homogenización, que no obstante es irrealizable desde el momento en que la reproducción del sistema capitalista presupone siempre la oposición entre centros y periferias coloniales.

IV

Entonces, con Amin podemos afirmar que la narrativa eurocéntrica solo logra imponerse cuando los Estados europeos (y Estados Unidos como principal heredero de la europeidad) adquieren la conciencia de que pueden imponer al resto del mundo su hegemonía mediante su poderío económico y militar. La nueva organización capitalista del mundo no es una alternativa que se les ofrece a los países de la periferia colonial: se impone en un primer momento bajo el uso de la fuerza o bajo su amenaza, y luego, ya afianzado el capitalismo, mediante la dependencia. Como el trabajador no puede sobrevivir en el sistema capitalista sin los medios de producción que le permiten producir y que son propiedad privada del capitalista, la nación periférica atada a la producción capitalista ya no puede desarrollarse sin los capitales de los países del centro. Las condiciones de su desarrollo, por tanto, le serán impuestas desde fuera; si realmente estas son las más convenientes para ella queda fuera de discusión. Por supuesto, la complicidad de las clases dominantes de la periferia con los capitalistas del centro se convierte en un factor fundamental para mantener la subyugación de sus naciones. Esto llevó en su momento al boliviano René Zavaleta a calificarlas como “clases antinacionales”.

El paradigma eurocéntrico distorsiona lo que se revela como una lucha de clases en el ámbito internacional. Como lo explica con gran claridad el filósofo Domenico Losurdo, ahí donde el marxismo es más lúcido y más vigente es donde se libera del sesgo eurocéntrico de algunos de sus exponentes contemporáneos y logra comprender la lucha de clases expuesta por Marx y Engels como una teoría general del conflicto social: esto es, donde se desafía todo intento de explicar las brechas sociales a partir de invariantes culturales o jerarquías naturales y se sitúan las múltiples relaciones de explotación, dominación y conflicto existentes en el terreno de la historia, en los arreglos económicos e institucionales concretos de las sociedades concretas. [16] La lucha del obrero industrial con su patrón es una expresión de la lucha de clases, pero también lo es la de los pueblos indígenas que defienden su territorio, la de la mujer que se enfrenta a un orden patriarcal que la violenta y minimiza su agencia, y la de una nación periférica que busca defender su soberanía frente a la injerencia del “mundo libre”. Todo conflicto entre clases, sectores y grupos sociales es expresión de la lucha de clases dentro del sistema capitalista, y perderlo de vista solo distorsiona nuestra comprensión de dicho sistema como un todo. Por razones de espacio, y por el tema que compete a este ensayo, me he restringido únicamente a una parcela de estas luchas. No obstante, he tratado de mostrar las razones por las que una adecuada comprensión del problema del eurocentrismo es necesaria para una crítica integral del orden social capitalista.

Notes

[1Adelanto aquí el prejuicio fundamental del eurocentrismo, que explicaremos con más detalle enseguida: la comprensión del capitalismo como un modo de organización socioeconómica que se circunscribe al territorio nacional (en lugar de entenderlo como un sistema mundial), que presupone la contraposición entre países “desarrollados” y “atrasados”.

[2Cf. Amin, S., El Eurocentrismo. Crítica de una ideología, México D.F.: Siglo XXI, 1989, p. 9. ] Ahora bien, hablamos del eurocentrismo como de una deformación porque este oculta o distorsiona sistemáticamente la naturaleza histórica del sistema capitalista y los conflictos que la atraviesan; por su parte, el carácter paradigmático del eurocentrismo se comprueba en tanto pretende establecer la manera correcta de comprender el capitalismo.[[ Ver nota 1.

[3Cf. Amin, S., El Eurocentrismo. Crítica de una ideología, México D.F.: Siglo XXI, 1989, p. 9.

[4El filósofo argentino Enrique Dussel ha llamado a esta comprensión de la historia “la falacia desarrollista” (cf. 1492. El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, La Paz: Plural editores, 1994, p. 14).

[5Cf. Amin, S., El Eurocentrismo. Crítica de una ideología, México D.F.: Siglo XXI, 1989; E. Dussel, El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, La Paz: Plural editores, 1994; I. Wallerstein, “The Rise and Future Demise of the World Capitalist System: Concepts for Comparative Analysis”, en Introduction to the Sociologies of ‘Developing Societies’ (ed. H. Alavi y T. Shanin), Londres: Macmillan Press, 1983; J. Abu-Lughod, Before European Hegemony: The World System AD 1250-1350, Oxford: Oxford University Press, 1991; A. Anievas y K. Nisanciongu, How the West Came to Rule: The Geopolitical Origins of Capitalism, Londres: Pluto Press, 2015.

[6Cf. Amin, S., El Eurocentrismo. Crítica de una ideología, México D.F.: Siglo XXI, 1989, pp. 76-77.

[7Ibid., p. 34. También, ver E. Dussel, “Europa, modernidad y eurocentrismo”, en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, perspectivas latinoamericanas (comp. Edgardo Lander), pp. 39-51.

[8Cf., E. Dussel, “Europa, modernidad y eurocentrismo”, en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, perspectivas latinoamericanas (comp. Edgardo Lander), pp. 39-51.

[9Cf. Amin, S., El Eurocentrismo. Crítica de una ideología, México D.F.: Siglo XXI, 1989, p. 68.

[10Cf. Quijano, A. e I. Wallerstein, “La americanidad como concepto, o América en el moderno sistema mundial”, en Revista Internacional de Ciencias Sociales nº134 vol. 44, 1992.

[11Dussel, E., 1492, el encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, La Paz: Plural editores, 1994, pp. 103-105.

[12Ibid., pp. 40-48.

[13Amin, S., El Eurocentrismo. Crítica de una ideología, México D.F.: Siglo XXI, 1989, p. 24.

[14Wallerstein, I., “The Rise and Future Demise of the World Capitalist System: Concepts for Comparative Analysis”, en Introduction to the Sociologies of ‘Developing Societies’ (ed. H. Alavi y T. Shanin), Londres: Macmillan Press, 1983, p. 36. A. Quijano, “Colonialidad del poder y clasificación social”, en A. Quijano, Cuestiones y horizontes: De la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder, Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos/CLACSO, [2014] 2020, p. 292.

[15Lo que André Gunder Frank llamó el “desarrollo del subdesarrollo”.

[16Cf. Losurdo, D., La lucha de clases: Una historia política y filosófica, Madrid: El Viejo Topo, 2013, pp. 15-68.

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Sebastian León es bachiller magíster en filosofía por la PUCP, y enseña ética y ciencia y filosofía en esa misma casa de estudios. Asimismo, ha militado en varios espacios de izquierda. Ha publicado artículos en revistas especializadas pero también dirigidos a un público más militante y activista.