Violencia sexual en las fronteras: la realidad de mujeres migrantes en la ruta de los Balcanes

, por El Salto Diario , MONJE Peña

Anny y Janine se cogen de la mano, se miran a los ojos y recuerdan que, como amigas, están juntas en todo lo que pase en el camino. Ambas decidieron salir de Burundi hace un año para mejorar sus vidas y, de algún modo, salvarlas. Y no solo las suyas, también las de sus hijos e hijas. Anny es periodista, tiene 35 años y trabajaba para un periódico de su ciudad. Pero llegó un momento en el que no pudo ejercer la profesión que le dio la vida. “No me daba para comer y además, mi integridad estaba en peligro. Las periodistas tenemos muchos riesgos en Burundi, dar ciertas informaciones te puede hacer perder la vida. Yo he estado a punto de morir por tratar asuntos de política. Ahora tengo miedo a hablar”. Anny tiene dos hijos, pero decidió dejarlos con su marido para no ponerlos en peligro. Cuando encuentre un lugar seguro, sueña con la reagrupación familiar. Su amiga Janine, de 38 años, a pesar de reconocer el riesgo del viaje, no pudo dejar a sus hijas de dos y 18 años con nadie porque es viuda y no le queda familia. Ahora, ambas mujeres se encuentran en el campo de refugiados de Borici, en Bihác, Bosnia Herzegovina, un centro que solo acoge a familias, mujeres y menores.

A mediados del 2020 las mujeres representaban el 48,1% de la población mundial de migrantes internacionales, es decir 135 millones de personas. Según ACNUR, entre las poblaciones desplazadas en 2021, el 50% de los desplazados internos eran mujeres y niñas. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), cada vez son más las mujeres que migran solas. Y es que hay muchas razones para querer migrar: buscar nuevas oportunidades, reunirse con la familia, escapar de la violencia o, simplemente, salvar tu vida.

En los procesos migratorios, las personas ponen en riesgo sus vidas porque, como afirma la ONG española No Name Kitchen (NNK), “faltan vías legales para poder migrar y por ello, las personas se lanzan sin mirar atrás”. En el caso de las mujeres migrantes, tienen que luchar con algo más: el simple hecho de ser mujer las sentencia, de inmediato, a sufrir más peligros, malos tratos, discriminaciones y, en general, más violencia. Según Cristina Zamora-Gómez, Doctora en Derecho Internacional Público, “en las situaciones de movilidad humana las mujeres tienen una probabilidad muy alta de ser víctimas de violencia sexual en el país de origen, durante su trayecto migratorio y también en el lugar de destino, en contraposición a sus compañeros migrantes. La violencia sexual se sigue ejerciendo sobre las mujeres y por tanto sigue siendo calificable como violencia de género”.

Cada vez son más las mujeres que migran de forma independiente y que llevan a sus hijos e hijas con ellas. Porque pensamos —y nos hacen pensar— que somos las responsables de ello. Las que mejor lo hacemos. Las dueñas y guardianas de la cultura y los cuidados. Zamora-Gómez insiste en la idea de que “este factor, en una situación de movilidad, hace que a las mujeres y a los menores se les coloque en una situación aún de mayor vulnerabilidad y a que sufran, por consecuencia, distintos tipos de discriminaciones”.

En la ruta de los Balcanes podemos encontrar a mujeres como Anny y Janine que viajan solas, pero, también hay mujeres que hacen su viaje migratorio con sus maridos. La mayoría de ellas se quedan en los campos oficiales para personas migrantes esperando el momento justo para cruzar la frontera. Alessia Albano, responsable del programa Care On The Move de NNK, cuenta que “no es fácil encontrar a mujeres que se sientan tranquilas para hablar contigo. Nosotras intentamos darles prioridad y atender necesidades específicas que puedan tener, por ejemplo, su regla o atención psicológica. Intentamos crear espacios donde se sientan seguras, donde no esté la pareja y donde puedan hablar con total libertad”. Son muchas las realidades con las que la ONG trabaja: desde atender a chicas y chicos que estaban en un proceso de cambio de sexo “y tener que ayudarles a encontrar las hormonas que se estaban tomando para que sigan el tratamiento, hasta ayudar a mujeres a poder abortar. Mujeres que se encuentran solas, con mucho miedo y que no saben a quien acudir en esos momentos”.

En el caso de Anny y Janine cogieron un avión en Bobo Dioulasso dirección Serbia. Desde allí comenzaron una travesía a pie hasta alcanzar Bihác que, junto con Velika Kladusa, es la ciudad de Bosnia con mayor presión migratoria. En 2018 se registraron más de 24.000 migrantes y refugiados, 30 veces más que el año anterior. El camino de estas dos mujeres no fue fácil y en él, tuvieron que vivir muchos peligros. “Nosotras, las mujeres, estamos expuestas a más riesgos que un hombre, te sientes más indefensa, hay una violencia de base que se ejerce sobre ti, tienes miedo porque piensas que no vas a tener la fuerza necesaria cuando te ataquen, porque lo van a hacer. Sabíamos esto antes de embarcarnos en el camino, pero no teníamos elección”, afirma Anny que, mientras habla, sin darse cuenta, se levanta un poco el pantalón y me deja ver su pierna escayolada. “Fue un policía mientras intentábamos cruzar la frontera con Croacia. No me pegó directamente, pero sí usó la fuerza para empujarme. En una de esas batidas me caí y me rompí la pierna”. Esto ocurrió en territorio europeo, cuando ya estaba en Zagreb. “Después de esto nos subieron a una furgoneta y nos dejaron en medio del campo, de nuevo en Bosnia. Tuvimos que coger un taxi para poder volver a la ciudad y así poder ir a un hospital. Pero ni teníamos dinero para el taxi, ni teníamos dinero para el médico. Fuimos andando hasta el pueblo más cercano. La pierna me quemaba”. En Bosnia la mayoría de las veces el hospital solo acepta a personas que tengan un grado de emergencia muy grave, todo lo demás tiene que ser atendido de manera privada, con lo que ello conlleva a nivel económico y excluye, a su vez, a personas que no dispongan de los recursos necesarios para poder pagarlos.

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Estas amigas sueñan con llegar a Europa y alcanzar países como Francia o Bélgica. “Creemos que al tener el mismo idioma todo será mucho más fácil”. Han intentado cruzar la frontera dos veces pero siempre se han encontrado con policías que, al verlas, las han deportado, “go go go go, go back”, recuerdan. Pero no solo han recibido palabras, “también nos han roto el teléfono y nos han quitado el poco dinero que teníamos. Además íbamos con mi niña de dos años. No tuvieron ninguna condescendencia. Se supone que a los menores hay que protegerlos, ¿no?”, cuenta Janine. Y así es, porque desde el punto de vista jurídico, los menores están amparados legítimamente por medidas de protección especiales, en forma de cuidados y prestaciones, establecidas en la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989. Sin embargo, como señalan de forma conjunta el Comité de Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y de sus Familiares y el Comité de los Derechos del Niño sobre niños y niñas, la infancia migrante en general, incluso cuando se encuentra acompañada por sus padres y madres, a menudo sufren violaciones persistentes de sus derechos humanos.

Las familias tienen prioridad a la hora de acceder a los campos oficiales, así Janine y sus hijas llegaron a Borici. “Sé que la situación es difícil, esto no lo debería de vivir nadie, pero un niño menos. Pero no tuve elección, prefería que vinieran conmigo a dejarlos solos en mi país”. Según UNICEF, hay aproximadamente 33 millones de niños y niñas que han cruzado fronteras internacionales buscando seguridad u oportunidades. Muchos lo hacen solos y otros junto a sus familias. “Quiero que mis hijas vuelvan a ser niñas, vayan al colegio, jueguen y sigan aprendiendo”. Pero ser niña no está permitido en la frontera, según No Name Kitchen “estos campos son insuficientes, recordemos que la falta de vías legales y seguras fuerza a las personas a migrar jugándose la vida. Las mujeres se encuentran en campos regidos por las organizaciones institucionales que reciben grandes cantidades de dinero de la Unión Europea y eso hace que se escondan muchos de los abusos que las personas sufren en la ruta migratoria a causa de las fronteras selladas y a causa de agentes europeos que deportan y golpean a las personas con impunidad”.

Y es que, no son únicos los testimonios que, como Anny y Janine, denuncian la violencia que han sufrido en la frontera balcánica. Hay muchas mujeres que pierden la voz por la injusticia y la violencia que sufren, porque no es que sean vulnerables por ellas mismas, están siendo vulnerabilizadas por la situación que tienen que atravesar. Como apunta la Doctora Cristina Zamora-Gómez, “esto no es una vulnerabilidad intrínseca de las mujeres. Cuando hablamos de sujetos vulnerables da la sensación de que hay algo en nosotras que nos hace diferentes, y no es así. No es lo que somos, es cómo la sociedad nos lee: como sujetos subordinados y discriminados”.

Pero en este camino migratorio que viven las mujeres en el que a veces pueden perder la voz y no querer hablar por vergüenza, hay ojos que las acompañan y que aúnan las fuerzas suficientes para, dado el momento, hablar por ellas y denunciar las vulneraciones que sufren por el hecho de ser mujeres. Pedro, de 23 años, procedente de La Habana, Cuba, intentaba atravesar por primera vez la frontera entre Bosnia y Croacia cuando la policía, ya en territorio europeo le impidió seguir, incumpliendo así la ley de derechos humanos e impidiendo que ejerciera su derecho a pedir protección internacional. Además, la policía croata le quitó la ropa, el dinero y el teléfono. Iba con un grupo de 10 personas y entre ellos, había una mujer.

“Nos apuntaron con una pistola mientras nos quitaban las cosas, después, cuando nos dejaron ir, dieron un tiro al aire y la mujer se asustó. Se asustó mucho, tanto que empezó a sangrar. Nos dijo, entre gritos y lágrimas, que estaba embarazada. En ese momento nos volvimos con urgencia a los policías y le dijimos lo que había ocurrido, pero les dio igual. Días más tarde nos enteramos de que había perdido al bebé”. En otro intento de cruzar a Europa, Pedro cuenta que también iban en grupo, y que les acompañaba otra mujer. “Nos empezaron a cachear y a ella la dejaron para la última y la acomodaron detrás del coche. Vimos como comenzaron a toquetearle todas sus partes, pero no como nos habían hecho a nosotros, de otra manera, ya sabes… Todos lo vimos, la muchacha estaba llorando y nosotros no pudimos hacer nada porque nos apuntaban con una pistola”. Según informes de las Naciones Unidas, el 60% de las muertes maternas que podrían evitarse tienen lugar en entornos humanitarios, y como mínimo una de cada cinco mujeres refugiadas o desplazadas fueron víctimas de violencia sexual.

Janine sueña con llegar a un país que la acoja a ella y a sus hijas, “tengo mucho que dar, soy profesora, pero puedo trabajar en más ámbitos. Realmente no tengo ningún sueño, solo llegar y que mis hijas estén bien. Si tú me das pisos para limpiar vale, si me das pelos que cortar vale, si me das otra cosa, vale. Todo para poder cuidar de mis hijas”. Las mujeres migrantes, cuando llegan al país de destino, se ven obligadas a ejercer empleos marcados por los prejuicios de género, sobre todo son trabajos de cuidados, limpieza o doméstico. Trabajos que, por lo general, pertenecen al sector informal, por lo que se ven envueltas en una realidad sin acceso a la protección social y a los servicios de salud. Las mujeres migrantes están destinadas a ocupar las posiciones más bajas del orden socio-económico donde, por regla general, se dan situaciones de vulneraciones laborales, se las invisibiliza, se las minusvalora y se las expone a vivir situaciones precarias llenas de violencias.

Estas mujeres, además, hasta que no llegan al destino, sienten que no pertenecen a nada ni a nadie. Que no son de ningún lugar. Se sienten en un limbo, porque en el tránsito de frontera a frontera, no les dejan continuar el viaje, pero tampoco pueden volver a lo que fue su hogar, “estamos aún en peligro y tenemos la necesidad de continuar y no mirar atrás”, sentencian.

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