Si en los últimos años el campo español había servido de conejillo de indias y puerta de entrada de los transgénicos en la Unión Europea, el nuevo gobierno parece decidido a defender los intereses de las transnacionales agroquímicas que promueven estos cultivos, impulsando nuevas autorizaciones (un algodón de la empresa Bayer resistente a un herbicida) y organizando eventos [i] en los que se pretende disfrazar de “agricultura sostenible” un sistema de producción que genera crecientes problemas agronómicos, ecológicos y sanitarios, y que es incapaz de alimentar al mundo.
Tras casi dos décadas de cultivo, los transgénicos ocupan actualmente unos 1500 millones de hectáreas en 29 países del mundo [ii], según datos de la propia industria. Pero siguen sin cumplir sus promesas: ni han conseguido acrecentar los rendimientos, que en general han descendido; ni han mejorado la calidad de los alimentos, que contienen más tóxicos dañinos e implican mayores riesgos para la salud; ni tienen un balance positivo para el medio ambiente, pues constituyen una amenaza para la biodiversidad.