Militarización y Extractivismo Verde en México: Dos caras de la misma moneda capitalista

, por TORNEL Carlos

Introducción

El 22 de noviembre de 2021, el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) decretó que los proyectos y obras de infraestructura a cargo del Gobierno de México son de interés público y seguridad nacional (DOF, 2021). En el contexto de la pandemia de COVID-19, se declaró un ‘estado de excepción’ que impuso la participación de las fuerzas armadas en la construcción de dichos proyectos, generando un clima de intimidación y desarticulación de movimientos sociales y de la oposición local. Como parte de una estrategia geopolítica y económica más amplia, orientada a crear un entorno favorable para la inversión (ahora capturada por la noción del ‘nearshoring’ [1]) y facilitar el tránsito de mercancías y fortalecer las cadenas de valor, el gobierno de AMLO impulsó la construcción de grandes obras de infraestructura como el mal llamado ‘Tren Maya’, el Tren Interoceánico (y otras que se describen más adelante) —ahora bajo la tutela del Estado— como una herramienta clave para promover y profundizar las estructuras del extractivismo en el país al crear las condiciones territoriales adecuadas para garantizar la inversión, la extracción y el aprovechamiento de trabajo y recursos baratos. En conformidad con la tendencia global de declarar zonas especiales para fomentar el desarrollo industrial y la expansión de la infraestructura, el gobierno ha evitado sistemáticamente proponer reformas políticas, sociales y económicas de fondo, optando por facilitar el tránsito de mercancía, el despliegue de megaproyectos de infraestructura y la captura de rentas derivados de ellos para capturar el descontento social a través de programas estatales. El avance de este proceso –que se inserta en un contexto regional del neo-extractivismo–, ha convertido la participación de las fuerzas armadas en un eje central para la reconfiguración del territorio nacional y su inserción en el contexto de la crisis del capitalismo global.

El gobierno de AMLO ha profundizado, más que cualquier otra administración, la participación de las fuerzas armadas en casi todos los ámbitos de la vida pública, en un total de 27 áreas. Al día de hoy, las fuerzas armadas tienen a su cargo casi 250 tareas gubernamentales, que antes eran gestionadas por autoridades civiles (MUCD, 2024). La Guardia Nacional, originalmente concebida como una fuerza civil, se militarizó rápidamente y, junto con el ejército y la marina, ahora está a cargo de múltiples responsabilidades: la construcción de aeropuertos, la administración del Banco del Bienestar, el desarrollo del (mal llamado) "Tren Maya", la remodelación de hospitales, el combate al huachicoleo, [2] la vigilancia de las fronteras, la distribución de programas sociales como "Jóvenes Construyendo el Futuro" o "Sembrando Vida", así como la distribución de fertilizantes y la administración de puertos y aduanas (Centro PRO, 2022). Esta creciente participación de las fuerzas armadas en la vida pública del país no es una anomalía. En América Latina, la tendencia hacia la militarización ha sido utilizada tanto por gobiernos de derecha como de izquierda: desde la militarización de territorios mapuches en Chile bajo el gobierno de centro-izquierda de Gabriel Boric, con el fin de garantizar "la movilidad de la mercancía", pasando por la declaración de un estado de emergencia en Honduras por la presidenta –también de centro-izquierda– Xiomara Castro, que permitió la militarización de la policía, prisiones y sistemas judiciales, hasta el uso de militares por el gobierno de ultraderecha de Nayib Bukele en El Salvador para imponer un estado de sitio y disparar contra supuestos miembros de "pandillas criminales" (Kyle y Reiter, 2023).

Las fuerzas armadas y el extractivismo en América Latina

La creciente dependencia en las fuerzas armadas está vinculada al avance del extractivismo en la región y revela un síntoma más profundo de la crisis estructural del capitalismo. La militarización, en parte, responde al agotamiento de las formas tradicionales de generar valor y, a la dislocación sistémica del capitalismo hacia un proceso cada vez más dependiente de la guerra, el extractivismo y los desastres, evidenciando su incapacidad para reproducirse en sus propios términos (Jappe, 2017; Ornelas, 2023). Dicho de forma más simple, con la automatización y las continuas demandas de crecimiento económico, el trabajo humano pierde centralidad, posicionando a lo que David Harvey (2004) denomina la "acumulación por desposesión", como la principal forma de producción de valor en el capitalismo contemporáneo. Bajo este régimen, el capitalismo se sostiene extrayendo recursos naturales, minerales, energía, alimentos ‘baratos’ y trabajo precarizado. Ejemplos de esto incluyen la explotación de migrantes con derechos limitados o la devastación de ecosistemas para la agricultura industrial. Por su parte, la bifurcación sistémica del capitalismo genera una desigualdad a escala planetaria, designando algunas regiones y territorios al sacrificio, asegurando la prosperidad para otras. Esta dinámica reformula los viejos discursos del colonialismo de los cuales aún depende el capitalismo para apropiarse del trabajo y energía no remunerados (Patel y Moore, 2017), lo que refuerza la dependencia del capitalismo en los Estados y su capacidad de ejercer el uso de la fuerza y la violencia a través de fuerzas armadas tanto en ámbitos lícitos como ilícitos. Usualmente bajo el pretexto de la seguridad nacional y mediante la imposición de estados de excepción, las operaciones militares justifican regímenes extractivos cada vez más violentos que se movilizan para mantener la ilusión de mitos liberales como la ‘democracia representativa’, el ‘desarrollo sostenible’ o el ‘crecimiento verde’.

Por otro lado, en América Latina, el extractivismo ha sido una constante del capitalismo durante los últimos cinco siglos (Acosta, 2013). Sin embargo, en los últimos 30 años han marcado una transición de los consensos extractivistas pasando del "Consenso de Washington" —dictado por el pacto del mercado y el neoliberalismo—, al "Consenso de los Commodities" —un modelo extractivo basado en la exportación de minerales no procesados. Recientemente, se ha dado paso a lo que Breno Bringel y Maristela Svampa (2023) denominan como el "consenso de la descarbonización", que inaugura una nueva fase de acumulación por desposesión del capitalismo. Este nuevo consenso plantea un pacto capitalista global orientado hacia la "transición energética" o el "desarrollo sostenible", bajo el argumento benevolente de "descarbonizar", "mitigar" y "adaptarse" al cambio climático, exacerbado por el propio capitalismo. Esto ha permitido identificar nuevas zonas de expansión y oportunidades de inversión. La proliferación de megaproyectos de energía solar y eólica, junto con el desarrollo de tecnologías como la geoingeniería, no sólo añade una ‘capa’ adicional al modelo extractivo existente —creando nuevos intereses en la minería de los llamados ‘minerales críticos’, la ocupación y el despojo de tierras—, sino que también actúa como un espejismo que permite la reformulación de antiguos patrones coloniales, como la noción de Terra Nullius: tierras consideradas ‘vacías’, ‘ociosas’ o ‘mal utilizadas’, ahora con un ‘potencial’ para descarbonizar la economía (Gómez-Barris, 2017; Tornel y Montaño, 2023). Si, como señala Patrick Wolfe (2006), el objetivo final del colonialismo es asegurar el acceso a la tierra, el extractivismo verde y el consenso de la descarbonización representan un nuevo giro en el modelo de acumulación capitalista, inaugurando una fase de colonización aún más amplia (Isla, 2022; Lang et al., 2024), ahora justificada en nombre de la protección del medio ambiente y la sostenibilidad.

Los resultados son contundentes: América Latina se ha consolidado como la región más peligrosa para las personas defensoras del territorio. En la última década, se han documentado al menos 2,100 asesinatos, la mayoría relacionados con la minería y el desarrollo de megaproyectos (Global Witness, 2024). México refleja esta tendencia, con al menos 204 asesinatos —una cifra conservadora—, mientras que los asesinatos y desapariciones vinculados a la llamada "guerra contra el narcotráfico" han dejado un saldo de 36,000 víctimas sólo durante el sexenio de AMLO (Paley, 2023). Bajo el pretexto de garantizar la ’seguridad nacional’ o de proteger la ‘soberanía’, los estados han justificado una mayor militarización frente a amenazas como el crimen organizado, la crisis climática, emergencias sanitarias como la pandemia de COVID-19, o incluso la interrupción del tránsito de mercancías y las cadenas de suministro. Estas circunstancias han sido utilizadas como una vía para instaurar estados de sitio permanentes, institucionalizando la emergencia como norma (Agamben, 2005). Un caso particularmente notable es el del crimen organizado, que opera tanto como justificación para los estados de emergencia, como en una confluencia de fuerzas que, según Dawn Paley (2014), ofrece una "solución" a largo plazo para los problemas del capitalismo. Combinando el terror con la implementación de políticas neoliberales, abriendo territorios previamente inaccesibles al capitalismo globalizado, la distinción entre lo ‘lícito’ y lo ‘ilícito’ ha sido clave para el funcionamiento del capitalismo, que, como plantea Segato (2015), se sostiene a través de una "segunda economía".

La interacción entre capitalismo, militarismo, crimen organizado y extractivismo

La llamada "segunda economía" no es ajena, sino central al capitalismo. Es una vía a través de la cual el capitalismo logra expandirse hacia territorios y formas de producción que antes eran inaccesibles. La nomenclatura oficial de “crimen organizado” o “cárteles de drogas” suele invisibilizar las industrias y cadenas de valor que se benefician de estas actividades, las cuales incluyen a empresas transnacionales, banqueros, accionistas y, en muchos casos, a las propias fuerzas represivas del Estado (Paley, 2014). Reconocer la centralidad de las economías "ilícitas" implica comprender que la distinción entre lo lícito y lo ilícito no sólo es un eje clave del modelo extractivo-colonial, sino que ha sido parte del capitalismo durante los últimos 500 años a lo largo de sus diferentes regímenes de acumulación. Por tanto, la distinción resulta de las relaciones de poder que caracterizan y legitiman ciertas formas de acumulación mientras que excluyen otras (Teran, 2023). Recuperando el argumento de Agamben (2017: 2-3) “los poderes y las instituciones no están hoy deslegitimados porque hayan caído en la ilegalidad, sino más bien al contrario: la ilegalidad es tan difusa y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su legitimidad.”

Lo extraordinario del momento actual radica en la paradoja de la creciente porosidad del Estado y la creciente dependencia de las economías criminales que difuminan las fronteras que separan lo legal de lo ilegal, de lo formal y lo informal y de la influencia y la articulación de las instituciones oficiales y extraoficiales (Teran, 2023). Dicho de otra forma, “el crimen y la acumulación de capital por medios ilegales dejaron de ser excepcionales para convertirse en estructurales y estructurantes de la política y la economía” (Segato, 2015: 76). La creciente difuminación de las fronteras entre estas esferas supone una ruptura con la forma tradicional de definir las intervenciones militares y los enfrentamientos armados del siglo XX y principios del XXI. La militarización y los conflictos bélicos ya no se limitan a enfrentamientos entre Estados; ahora atraviesan la vida económica y social, colocando la seguridad nacional y la organización logística del capitalismo en el centro. En su lugar, emergen como parte de un "régimen de guerra perpetua", en el que la gobernanza y la administración militar están profundamente entrelazadas con las estructuras capitalistas, y viceversa (Hardt y Mezzadra, 2024). Así, la corporativización de las fuerzas armadas y la militarización de las corporaciones fomentan una cultura militar basada en una "pedagogía de la crueldad" (Segato, 2015). Esta pedagogía promueve una nueva forma de guerra cuyo objetivo no es la victoria sobre un enemigo concreto, sino la guerra en sí misma, es decir, la guerra se convierte en una forma de existencia.

La confluencia entre la crisis sistémica del capitalismo, el extractivismo y el militarismo se manifiesta en varios niveles. En primer lugar, se observa una creciente militarización de los territorios como una forma de dominar y disciplinar las resistencias. Los conflictos socioecológicos en América Latina revelan una dependencia cada vez mayor en el uso de la fuerza por parte de los Estados para garantizar la acumulación por desposesión, desde la construcción de megaproyectos hasta la minería —tanto lícita como ilícita—, y para perpetuar una cultura del miedo que inhibe e inmoviliza la organización local (Zibechi, 2023). La militarización actúa como una estrategia de contrainsurgencia, acompañada de tácticas de ingeniería social que buscan manufacturar el consentimiento y legitimar el avance de los procesos extractivistas. Estas acciones incluyen el uso de propaganda, operaciones psicológicas, mecanismos de participación y reconocimiento, así como la provisión de seguridad y desarrollo social como herramientas de persuasión (Verweijen y Dunlap, 2021). En segundo lugar, el despliegue de las fuerzas armadas se presenta como una respuesta "natural" ante las declaraciones de estados de emergencia o ante la inseguridad para garantizar y salvaguardar los intereses de seguridad nacional. La creciente presencia del crimen organizado paradójicamente funciona como una forma de legitimar los estados de sitio, al tiempo que ofrece una alternativa para aquellas personas consideradas “desechables” o “inútiles” ante los ojos del capitalismo (Jappe, 2017), ofreciéndoles identidad, propósito o una vía de subsistencia (Terán, 2023). En tercer lugar, se propone un “enverdecimiento” de la industria militar y la guerra (Bigger y Neimark, 2017; Edwards, 2023), que, además de actuar como una forma de "lavado verde" de las intervenciones militares, se convierte en una estrategia para generar nuevos espacios de valorización y acumulación en zonas de conflicto.

En México, el discurso político que proclama el fin del neoliberalismo funciona como un espejismo, ocultando la naturaleza profundamente capitalista y extractivista del gobierno de AMLO y la llamada "cuarta transformación" (4T). Lejos de romper con las estructuras del capitalismo, la 4T ha reconfigurado el territorio nacional para facilitar las inversiones y el tránsito del capital mediante megaproyectos como el Tren Interoceánico, el mal llamado Tren Maya, la construcción de aeropuertos y una mega refinería estatal. La estrategia de AMLO (y su partido, MORENA) ha consistido en captar el descontento popular y el desencanto con las élites partidistas, creando una estructura clientelar que depende de caciques locales y regionales, evitando así una verdadera transformación del modelo económico, político y social (Olvera y Gutiérrez, 2023). El resultado ha sido una creciente dependencia en las fuerzas armadas para garantizar el desarrollo y legitimidad de estos proyectos, acompañada de una guerra integral de desgaste y baja intensidad –que se refiere a una serie estrategias y acciones que buscan desacreditar a los movimientos y organizaciones que se resisten al despojo en sus territorios a través del uso de la fuerza, pero también a través de estrategias psicológicas y de ingeniería social que incluyen el terror, el miedo, la persuasión, el desgaste económico y la creación de divisiones internas en las comunidades–. Estas tácticas, relegan los derechos de comunidades indígenas, campesinas y otros grupos marginados a segundo plano, con el fin de proteger los intereses del capital, al tiempo que promueven el uso de discursos populistas de corte inmunológico, que criminalizan a migrantes, defensores del territorio, periodistas y activistas, etiquetándolos como "delincuentes", "terroristas", "amenazas a la seguridad nacional" o "extremistas" (Fryba, 2023).

Crédit : © Mujeres y la Sexta

La operativización de la guerra integral de desgaste y baja intensidad esta inscrita en el proyecto de la 4T y su alianza con las fuerzas armadas para articular el extractivismo y el despojo. Primero, el caso del Tren Maya, en donde el gobierno cometió un supuesto ‘error’ en la manifestación de Impacto Ambiental del proyecto cuando propuso que “El etnocidio puede tener un giro positivo, el etnodesarrollo” dejando en evidencia el profundo carácter colonial inscrito en estos megaproyectos de infraestructura, así como profundizando el despojo y destrucción de la naturaleza con un enfoque desarrollista y clientelar que pretende llevar el "desarrollo sostenible" a la región (para una crítica ver: Giraldo, 2022). Segundo, el caso de Ayotzinapa, referente a la desaparición de 43 estudiantes en 2014, pone de manifiesto cómo el gobierno de AMLO, a pesar de no haber estado en el poder durante los hechos, optó por aliarse con las fuerzas armadas en lugar de hacerlas responsables. A pesar de haber prometido resolver el caso al asumir la presidencia en 2018 y de haber creado una comisión de la verdad, la progresiva militarización del país en respuesta a un clima de antagonismo y desconfianza hacia la sociedad civil llevó a AMLO a profundizar su dependencia y alianza con las fuerzas armadas. Esto llegó al extremo de negar su participación en la desaparición de los estudiantes, a pesar de la abrumadora evidencia en su contra (Gibler, 2023).

Las alternativas y el internacionalismo desde los ‘abajos’

La supeditación del Estado al capitalismo ha dado lugar a un "giro eco-territorial" en las luchas de América Latina, promoviendo horizontes políticos alternativos que trascienden al Estado, el mercado y las democracias formales. Este giro surge, en gran medida, como respuesta al desencanto con el Estado y su incapacidad para romper la profunda dependencia de los países latinoamericanos del capitalismo globalizado, los patrones neoliberales y el modelo desarrollista y clientelar, incluso tras la llegada de gobiernos progresistas al poder en la región (2003-2012). El giro eco-territorial se centra en la convergencia de diversos movimientos, que van desde la defensa del territorio hasta aquellos que proponen alternativas políticas, sociales y económicas basadas en la autonomía. Estos movimientos impulsan una redefinición de lenguajes y marcos emancipatorios, comunitarios y colectivos, replanteando las luchas por la defensa de la vida y la resignificación de lo que significa una "buena vida" (Svampa, 2018). Diversas configuraciones de "sociedades en movimiento" —compuestas por comunidades rurales, urbanas, periurbanas, indígenas, campesinas, entre otras— han territorializado sus luchas a través de la resistencia al capitalismo y la "re-existencia", es decir, nombrando y proponiendo nuevas formas de ser, estar y conocer el mundo (Leff, 2017). Estas luchas, a pesar de conformarse por grupos diversos y heterogeneos con relaciones distintas con las instituciones y los procesos del Estado, parten del mismo principio que es desafíar y romper las estructuras capitalistas de producción de valor en defensa de las condiciones materiales y simbólicas que garantizan la reproducción de la vida común. Desde lo cotidiano, emergen propuestas de soberanías alimentarias y energéticas, la recuperación de verbos – como comer, aprender, habitar y sanar–, frente a sustantivos –alimentación, educación, vivienda y salud– que regresan la agencia y las capacidades locales y colectivas frente a la contraproductividad y la dependencia enajenante de las instituciones del Estado (Esteva, 2022). En gran medida, estas prácticas surgen o adquieren carácter político como respuesta al avance del extractivismo y al recrudecimiento de la violencia en sus territorios.

En la Sexta Declaración de la Selva Lacandona (EZLN, 2005), los zapatistas proponen un diálogo para "construir desde abajo y por abajo una alternativa a la destrucción neoliberal". En sintonía con su viaje a la Europa insumisa en 2021 y reconociendo las nuevas formas de guerra, el zapatismo ha articulado un internacionalismo desde los muchos "abajos", reconociendo las diversas formas de rebeldía en diferentes territorios, sin importar si se sitúan en el norte o en el sur del planeta. En respuesta a la guerra integral del desgaste y de baja intensidad, el zapatismo ha recientemente anunciado una rearticulación político-territorial que busca reorganizar la rebeldía y la resistencia ante la clara exacerbación de la violencia, la militarización y mercantilización en sus territorios (EZLN, 2023). El reacomodo zapatista responde al desdén del sistema por aquellas personas que hoy no son más que un obstáculo o que literalmente ‘no sirven para nada’ ante los ojos del capitalismo (Jappe, 2017), sino es que aparecen como un estorbo para la acumulación. La reorganización del zapatismo a través de una dispersión cotidiana rebelde vuelve a poner en el centro la necesidad de continuar ‘agrietando’ el capitalismo ante la imposibilidad de transformar el mundo ‘desde arriba’ y seguir construyendo alternativas desde ‘los abajos’. Dicho de otra forma, el internacionalismo que surge no pretende imponer una propuesta de liberación y un camino alternativo universal, sino que plantea construir un pluralismo radical a partir del cual sea posible transformar las pedagogías de la crueldad por pedagogías emancipatorias, ontológicas y liberadoras. Lo anterior implica la construcción de territorialidades más allá del Estado como una forma de propiciar diálogos y encuentros entre estas alternativas. Siguiendo la formulación zapatista, estas alternativas se articulan en torno a un rechazo compartido: un "No en común" o un rotundo "¡Ya basta!", que da paso a una pluralidad de alternativas propias de cada territorio, historia y proceso (Esteva, 2022).

Aunque un anatema para muchos pensadores –particularmente en el ámbito de la sociedad civil– la autodefensa será parte de muchos de estos procesos. Como señala Gelderloos (2021), la no violencia no sólo ha servido para deslegitimar a los grupos que buscan un cambio profundo, estructural y radical a través de una diversidad de tácticas, sino que también ha sido clave para justificar el uso de la fuerza en la opresión, pero no en la resistencia. Resulta paradójico interpretar este momento caracterizado por una cuarta guerra mundial – que se libra desde la cotidianidad y en los cuerpos-territorios– del capitalismo sin contemplar un esquema de autodefensa. A pesar de ello, la justificación del uso de la fuerza o la violencia contra la infraestructura y la opresión, no implica reducir el debate sobre la autodefensa a una simple valoración de su legitimidad, sino entenderla como parte integral de la construcción de otros horizontes políticos más allá del Estado, el mercado y la democracia. Dicho de otra forma, la autodefensa – como la que se practica en Rojava, en Cherán (Michoacán) o en los territorios zapatistas o del Cauca colombiano – es parte de una diversidad de tácticas que proponen agrietar el capitalismo, en vez de buscar alcanzar las estructuras de poder ‘allá arriba’, se empeñan en transformar y defender la realidad cotidiana desde donde otros mundos son posibles. Estas alternativas muestran que, ante la clara descomposición del capitalismo y su progresivo descenso hacia la barbarie, la militarización y el extractivismo –ahora pintado de verde–, las resistencias no proponen sustituir un régimen global por otro, sino poner a dialogar, aprender y articular las rebeldías de los muchos abajos.

Referencias

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Notes

[1El Nearshoring se refiere a una estrategia geopolítica y económica que busca trasladar los puntos de manufactura y producción a territorios más cercanos a los puntos de consumo. Podríamos argumentar que la presidencia de AMLO en México extiende esta ola progresista hasta el 2024. Para más sobre este tema ver: Tereault (2023) y Silva y Moreno (2023).

[2En México, el huachicoleo se refiere a la actividad de robar y vender ilegalmente combustibles. A los combustibles vendidos a través de este medio se les conoce como huachicol.

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Una versión previa a este artículo fue publicada por la fundación Frederich Ebert en México.

Carlos Tornel es un investigador, activista, traductor y académico mexicano. Es doctor en geografia humana de la Universidad de Durham (UK) y miembro del Tejido Global des Alternativas.