Desde el inicio, el proceso colonial ha tenido como objetivo principal el extraer las riquezas, el oro y la plata, de los territorios «descubiertos» por los europeos. La historia de Potosí (en la actual Bolivia), es testigo de ello: cientos de años de trabajo forzado en las minas del Cerro Rico, la reorganización social, económica y política de toda la región andina para asegurar dicha explotación, y exportar la plata que serviría para financiar las guerras de las monarquías europeas, así como la acumulación primaria del capitalismo naciente. Pero el extractivismo colonial no quedó en ello: como lo recuerda Eduardo Galeano en su magistral obra Las venas abiertas de América latina, a lo largo de los 500 años que siguieron la conquista inicial, el monocultivo de la caña de azúcar, del algodón y de la lana serviría también como combustible de la expansión capitalista en Europa; así también como la explotación de caucho en la Amazonía, y poco a poco, la extracción de petróleo y gas en todo el continente. Así, desde la colonización hasta la actualidad, la posición económica de América latina en el mundo no ha cambiado: sigue siendo proveedora de recursos naturales para el dominio económico de Europa y del modelo económico que ahí se desarrolló: el capitalismo. Hoy en día, el extractivismo (entendido como la extracción masiva de recursos naturales vendidos, sin transformar, en el mercado internacional) sigue siendo crucial para las economías nacionales, generando una parte sustancial de los ingresos de los Estados. Incluso en países que desde los 2000 han intentado generar políticas públicas redistributivas (como ha sido el caso de Venezuela, Ecuador o Bolivia), salir del paradigma primoexportador ha resultado muy difícil, hasta imposible; y se producen en estos contextos los mismos conflictos a raíz de las consecuencias sociales y ambientales que causa el extractivismo. [1]
En este sentido, las estructuras económicas de la colonización permanecen intactas. Aníbal Quijano acuñó el término de «colonalidad» para caracterizar las relaciones de poder que siguen los patrones sociales, económicos y políticos heredados de la colonización europea, basándose en tres pilares: el eurocentrismo, el capitalismo y el racismo. Por su lado, la socióloga aymara boliviana Silvia Rivera Cusicanqui habla de «recolonización interna» –un concepto que aplica particularmente a las dinámicas que subyacen a la implementación y expansión de proyectos extractivos en el subcontinente. Desde los años 1980 y 1990, de la mano con la expansión del neoliberalismo a nivel internacional, se ha observado el auge del extractivismo en todo América latina, hecho que se puede examinar bajo el concepto de colonialidad y de recolonización interna, para analizar cómo, a nivel internacional (I), nacional (II) y local (III), el extractivismo viene (re)produciendo el eurocentrismo, las lógicas capitalistas y el racismo. Frente a ello, sin embargo, es inevitable que las resistencias y propuestas anticoloniales –que lleven ese nombre o no– surjan (IV). De hecho, son cinco siglos de resistencia que vienen librando los pueblos colonizados, y no es casualidad que las luchas más arduas y visibles sean hoy contra empresas mineras, gasíferas, petroleras y la agricultura de monocultivo, en una suerte de continuidad de las luchas anticoloniales.
A nivel internacional, el extractivismo es el punto de partida y la continuidad del eurocentrismo capitalista
Las relaciones geopolíticas subyacentes a las actividades extractivas son fundamentalmente eurocentradas, o de forma más general, occidentalocentradas. Así, una gran parte de las empresas mineras a nivel mundial son canadienses (que generan incluso en su propio país conflictos fuertes y recurrentes con los pueblos originarios [2]), de Estados Unidos, Australia y otros. Estas empresas, generalmente con sede en países occidentales, generan enormes beneficios que repatrian hacia sus países de origen. Por ejemplo, en el pueblo minero-metalúrgico de La Oroya, en los Andes centrales del Perú, la empresa estadounidense Doe Run se declaró en quiebre en 2009, manteniendo importantes deudas hacia sus trabajadores, después de haber repatriado sumas astronómicas de dinero hacia la empresa madre en Saint-Louis, Mississipi. A cambio de esta exportación neta de riquezas, estas empresas transnacionales dejan amplios pasivos ambientales, cuya carga de reparación termina recayendo en el Estado peruano y en las comunidades locales.
Por otro lado, la exportación de materia prima no o poco transformada se hace a precio generalmente muy bajos y muy volátiles en el mercado internacional. Ello implica una gran vulnerabilidad económica para los países cuya economía está basada en la exportación de materia prima. Al otro lado de la cadena, los países que transforman las materias primas en productos manufacturados benefician de una gran estabilidad en los precios de venta –mucho más altos, por ser en dólares o euros– para la exportación. Esta dinámica es bien ilustrada con el caso del chocolate: el cacao se produce a bajo costo en la Amazonía, se manda a países como Bélgica o Suiza para su transformación “prestigiosa”, y se vende de vuelta a precio muy alto en América latina. La exmetropoli colonial, Europa, coincide hoy con el nuevo centro de los circuitos comerciales capitalistas.
Investigadorxs como Horacio Machado, autor de Potosí: el origen, van incluso más allá. Según él, así como el saqueo de las riquezas de América latina subvencionó las guerras europeas en los siglos XV y XVI, la gran minería moderna sostiene todo el capitalismo actual. De hecho, la industria alemana no funciona sin el cobre extraído en el Sur; y la industria electrónica no se sostiene sin la explotación del litio boliviano o chileno para la producción de baterías. A contracorriente de la tesis marxista de la acumulación primitiva del capital como un momento histórico, autores como David Harvey o Silvia Federicci afirman que el capitalismo necesita, intrínsecamente, de una permanente expulsión de los bienes comunes en tanto “acumulación por desposesión” para reproducirse. Y es la desposesión de los recursos naturales como la tierra o el agua de los pueblos del Sur por proyectos extractivos que sostiene hoy la reproducción capitalista. Dando un paso mas allá, Machado y Quijano argumentan que el capitalismo en sí tiene sus raíces en la colonialidad: el sistema-mundo capitalista nació con la conquista de América y la construcción de una economía basada en la explotación del oro.
Así también, la «modernidad» es un concepto que muestra su doble cara en los paisajes extractivos. Si la modernidad, en Europa, es concebida como urbes verdes, paneles solares, vehículos eléctricos, objetos conectados, tecnología tan integrada e interiorizada que se vuelve invisible (el mito de la «desmaterialización»); para los países del Sur, la modernidad es concebida como maquinaria pesada, hombres en ropa de trabajo obrero, paisajes de tierra fracturada, ríos envenenados. El uno no puede existir sin el otro: es lo que el Grupo Modernidad/Colonialidad ha llamado «la cara oscura de la modernidad», es decir, los paisajes y las realidades socioambientales necesarios, y necesariamente invisibilizados, para que la cara «luminosa» de la modernidad en Europa pueda existir. Los beneficios de la modernidad europea están siendo subvencionados por las consecuencias nefastas de la modernidad en los países excolonizados. Pero en ambos casos, la modernidad se presenta como un horizonte deseable y de bien estar tanto para los ex-colonizadores como para los ex-colonizados.
A nivel nacional, el extractivismo es un factor de reproducción de la violencia colonial contra los pueblos indígenas
En el Perú, la mayor parte de los proyectos extractivos se vienen desarrollando en territorios habitados por comunidades rurales, campesinas y poblaciones indígenas y/o originarias. Según la Constitución Política de Perú del año 1993, estas comunidades solo son dueñas del suelo superficial, el subsuelo perteneciéndole al Estado que se encarga de explotarlo en función del interés nacional. Sin embargo, queda por preguntarse qué intereses están realmente considerados en lo que se denomina el «interés nacional», y en particular en el contexto de un Estado que nace con el proceso colonial: la administración colonial que se independizó en el año 1821 y formó un Estado autónomo, no modificó las estructuras sociales y económicas vigentes en la época. La sociología de lxs funcionarixs públicxs, desde los más altos rangos hasta los que más directamente atienden a la población, sigue siendo de una categoría de población urbana, de habla castellana, de cultura occidentalizada, a menudo concentrada en la capital, Lima, ubicada en la costa. La distancia, geográfica y social, con las poblaciones que viven en territorios extractivos en la sierra y la selva del Perú, se hace sentir agudamente.
Es llamativo que los territorios entregados en concesión a empresas mineras, petroleras o gasíferas sean considerados territorios vacíos –vacíos de habitación humana y de actividades productivas. Cuando Cristóbal Colón, Hernán Cortés y Francisco Pizarro llegaron a los territorios hoy conocido como el continente americano, también consideraron que eran vacíos, «vírgenes» y disponibles para su apropiación inmediata por los recién llegados: se asignaba gratuitamente y sin mayor dificultad pedazos enteros de territorios a los colonos. Hoy en día, cualquier territorio de la sierra o de la selva parecen aptos a ser entregados sin mayores condiciones a actores externos. Conseguir una concesión minera es bastante fácil para cualquier empresa que cuenta con unxs abogadxs y un presupuesto suficiente, sin necesidad de ser aprobada por las personas que viven en este territorio: en Perú, la ley de Consulta Previa, Libre e Informada recién fue incorporada en el 2011 (el convenio 169 de la OIT habiendo sido firmado en el 1989; sin embargo, no termina de aplicarse realmente en lo que toca a los procesos extractivos). Como si estas personas no existieran, como si no ocuparan este espacio.
Hay que resaltar que el Estado (colonial) actual apoya firmemente a las empresas extractivas. Como lo subraya la jurista Areli Valencia, existe una «tendencia histórica de los gobiernos peruanos a alinearse sobre el sector privado antes que los intereses de los ciudadanos afectados». Ello se manifiesta con los «paquetazos» de leyes que debilitan la institucionalidad ambiental (restarle presupuesto para recursos humanos y materiales a los organismos de fiscalización ambiental, por ejemplo), rebajan los estándares mínimos permitidos de metales pesados en el medioambiente, y favorecen los contratos de estabilidad tributaria que otorgan beneficios prodigiosos a las empresas transnacionales. También se materializa por las denominadas «puertas giratorias», ese fenómeno donde el personal político pasa de funcionarix publicx a puestos de alta responsabilidad en las empresas privadas que han estado a cargo de regular en durante su mandato o periodo de trabajo en alguna entidad pública. Es el caso de Beatriz Merino, que después de haber sido Defensora del Pueblo [3] entre el 2005 y el 2011, pasó en el 2013 a ser representante de la Sociedad Peruana de Hidrocarburos.
Finalmente, el respaldo del Estado hacia las empresas extractivas se hace más visible aún durante los conflictos socioambientales, con la criminalización de la protesta. Por un lado, el Estado criminaliza a lxs dirigentes a través de demandas y juicios abusivos. Por otro lado, por ley, la Policía Nacional del Perú (PNP) está autorizada a brindar servicios a empresas privadas durante su tiempo libre, y a utilizar para ello su equipamiento policial; la PNP volviéndose, de forma efectiva, el brazo armado de las empresas extractivas. En los últimos años, se ha observado la militarización sistemática de los territorios extractivos con la modalidad de los «estado de emergencia preventiva», una medida que suspende una serie de derechos constitucionales de forma arbitraria, bajo la justificación de una amenaza superior al orden social. La violencia que se despliega contra lxs dirigentxs de pueblos indígenas y/o originarios en resistencia contra el extractivismo llega a cobrar vidas: el asesinato de Berta Xáceres, lideresa lenca de Honduras que se oponía a las hidroeléctricas que afectaba el territorio de su pueblo, es el mayor ejemplo de ello. Pero los asesinatos de lideresxs indígenas en pie de lucha contra el extractivismo son pan de cada día en América latina, como atestigua por ejemplo la muerte de Oscar Mollohuanca, exalcalde de la provincia de Espinar que se oponía a la expansión minera en dicho territorio. Esta violencia se sitúa en la larga historia de violencia colonial para mantener el orden social colonial: como lo recuerda el filósofo francés Malcom Ferdinand, «el proyecto colonial no hubiera podido existir ni persistir sin violencia bruta». De la misma forma, la mayor parte de los proyectos extractivos, a la fecha, no podrían mantenerse mucho tiempo sin usar estrategias perniciosas de compra de dirigentes combinadas con uso de la fuerza policial, militar o hasta paramilitar, bruta.
A nivel local, el extractivismo reproduce el racismo y contribuye a difundir las lógicas capitalistas en las comunidades aledañas
Lo primero que una nota cuando llega a un territorio extractivo, es la transformación radical del paisaje. Ahora hay un hueco en vez del cerro, las carreteras son interrumpidas o desviadas; los ríos son desviados en hora de la noche hacia el centro de las operaciones mineras; desaparecen bofedales o bolsones de agua con la rotura de las tierras; y muchas zonas están prohibidas de acceso para personas no autorizadas. Pero estas transformaciones no son aleatorias: están cuidadosamente dirigidas a responder a las necesidades de la empresa minera, un ente externo cuyas prioridades e intereses se centran fuera del territorio extractivo, que se vuelve un medio para la finalidad de acumulación económica (a diferencia de las comunidades locales, para quien la vida en ese territorio es un fin en sí). Eduardo Galeano acuñó la frase «la panza en el Perú, el corazón en España» para hablar de los territorios colonizados que sirvieron de espacio de acumulación más no de proyecto de vida para los colonos; así también están trabajando las empresas mineras y sus trabajadorxs, para quienes los territorios mineros son espacios de paso, de transición y de acumulación temporal. Esa capacidad de transformar el paisaje según sus propios intereses, la capacidad de apropiación territorial, es la marca de la capacidad de habitar –y en este caso, un «habitar colonial», que Malcom Ferdinand [4] define como un espacio subordinado a otro (la metrópolis ayer, la sede económica de la empresa hoy); una dinámica basada en la desposesión de las tierras, la masacre de los «salvajes» y la apropiación de las mujeres más bellas de la localidad por los colonos, tres elementos hoy presentes en entornos mineros (expulsión de las tierras, violencia sistémica para imponer los proyectos y desarrollo sustancial de la prostitución en entornos extractivos).
La jerarquía social introducida por el «habitar colonial» resuena con el intenso racismo experimentado por las poblaciones andinas y amazónicas, que viven agudamente una sensación de desposesión del territorio. Así, son «los de afuera» que se benefician de las actividades extractivas, a través de los empleos mejor remunerados, del alto estatus social que les otorga el ser minero, hasta el punto de «robarse» a las mujeres, que «abandonan» a sus maridos para «irse con un minero». Al contrario, el «nosotros» (quechuahablante, agricultorxs, pobres, etc.) sufre el grueso de las consecuencias negativas de las actividades extractivas: aumento del precio de vida, contaminación ambiental que destruye la economía agrícola, problemas de salud vinculados a la presencia de metales pesados en el ambiente, división y conflicto dentro de las comunidades y de las familias... La sensación de pérdida de control sobre el territorio y las relaciones sociales por la intervención de actores externos es importante, y se refuerza con el racismo latente de parte de funcionarixs públicxs o trabajadorxs urbanxs de la minera hacia la población local, con discursos como «parecen animales» o «tenemos cientos de años de atraso cultural». [5]
Por otro lado, la presencia de explotaciones mineras implica la difusión de conceptos económicas profundamente capitalistas que suplantan las lógicas locales, como es el caso de las lógicas de apropiación del territorio; por ejemplo con la introducción de cercamiento de terrenos. En las regiones donde operan empresas extractivas, se puede observar un conflicto entre imposición del derecho de propiedad privada y el derecho de uso generalmente aceptado en las comunidades andinas. Durante un trabajo de campo realizado en el 2019 en el sur andino peruano, se acercaron varias mujeres que habían vendido un terreno a la mina. Una de ellas manifestó que su comunidad había aceptado vender una parte de la zona de pastoreo a la empresa minera; pero se sorprendieron cuando, después de la venta, encontraron el predio cercado con alambre, y explicó que pensaban que podrían seguir usándolo para el pastoreo de sus animales a pesar de haberlo vendido. Esa brecha en la lógica de apropiación y uso de la tierra es una tensión entre derecho de uso, aún predominante en muchas comunidades, y el derecho de propiedad privada, que se termina imponiendo por la empresa minera; lógica necesaria a la reproducción del capitalismo colonial a través del extractivismo, que es su espina dorsal.
Resistencias anticoloniales y propuestas políticas
Frente a la reproducción y el reforzamiento de las lógicas coloniales (eurocentradas, capitalistas y racistas) que implican la implementación de mega proyectos extractivos, las resistencias son numerosas y variadas, y se reivindican a menudo de la «defensa del territorio». Se trata de la capacidad de tomar decisiones que puedan ir en contra de los intereses y accionar de agentes externos, ya sean de una empresa extractiva, de las autoridades públicas, o de otra comunidad vecina. A menudo, la defensa del territorio viene a ser más una intuición, un sentido común y una práctica por necesidad, que un proyecto político en sí. Sin embargo, es en este tipo de prácticas que germinan proyectos políticos más amplios. En este sentido va la propuesta teórica de la feminista comunitaria maya Kekchi-Xinca Lorena Cabnal, de Guatemala, que habla de «resistencia desde el cuerpo-territorio». Partiendo, por un lado, de que es en los cuerpos de las mujeres que todas las opresiones han sido construidas y que existe una disputa territorial sobre el cuerpos de las mujeres; y por otro lado, tejiendo vínculos y paralelos entre las agresiones experimentadas por las mujeres en sus cuerpos y por la naturaleza, Cabnal propone una lucha global contra el patriarcado colonial y el extractivismo, la «defensa del cuerpo-territorio y del territorio-Tierra».
Pero la realidad de las prácticas de resistencia son a menudo ambiguas, y variables en función al contexto. No se ciñen a un eslogan político simplista. A veces, no queda de otra que entrar en la lógica del poderoso para no dejarse arrasar por completo. Por ejemplo, muchas comunidades en el sur andino están empezando a explotar los recursos minerales por sí mismos, corriendo el riesgo de contaminar su propio medio ambiente: de hecho, consideran que si no lo hacen ellos llegará una empresa que lo va a explotar, y que además de contaminar, se llevará las riquezas sin dejar una sola migaja. Así también, a veces la parcelación de los terrenos comunales y la negociación en base a la lógica de la propiedad privada es necesaria en el contexto de negociación con autoridades o empresas, bajo riesgo de perderlo todo. Por su lado, la historiadora Cecilia Mendez habla del «nacionalismo de los pobres»: podría sorprender que agunos pueblos indígenas reivindiquen ser parte de una colectividad nacional heredada de lo colonial, pero puede ser para ellos una forma de reivindicar igualdad de trato, de derechos, de reconocimiento en un contexto donde, concreta y efectivamente, el poder sobre sus vidas está entre las manos de un gobierno central ubicado en Lima. En La Oroya, pueblo de los Andes centrales donde funcionó durante 100 años una planta metalúrgica altamente contaminante, la defensa del territorio se enmarca dentro de una narrativa hegemónica de reivindicación del «trabajo digno» más que de derecho a la salud ambiental. En este pueblo donde la economía y la identidad colectiva se ha reestructurado alrededor del complejo metalúrgico, el desarrollo de una escena musica «underground» también es un elemento de construcción identitaria y cultural importante, cual forma de resistir a lo totalizador de la industria metalúrgica.
Así, las formas de luchas anticoloniales pueden cobrar formas aparentemente sorprendente: exigir respeto a la propiedad privada, originalmente introducida por el capitalismo colonial; reivindicar formas de nacionalismo dentro del marco del Estado-nación colonial; desarrollar luchas aparentemente desligadas, pero que son lo que es posible luchar dentro del delgado margen de acción a disposición de los pueblos en un contexto dado. Son resistencias concretas, aunque ambiguas, dentro de lo hegemónico, desde diferentes horizontes para la comunidad; sin embargo, lo que tienen en común es el hecho de querer seguir existiendo bajo sus propias modalidades, poder decidir con autonomía sobre sus vidas y territorios. Es «resistir para existir», resistir para seguir existiendo.